En las puertas del “delirio lúcido” Desde mis primeras investigaciones sobre los mecanismos de la percepción del espectador y la dramaturgia del bailarín afirmaba que una de las mayores dificultades del quehacer coreográfico y teatral es generar sentido para establecer una relación/comunicación con el espectador, “quizá porque los coreógrafos, sobre todo, se lanzan a crear sus obras sin antes descubrir cuáles son sus condiciones socio-afectivas de producción de sentido. Se requiere, además, de mucho oficio y reflexión para articular un lenguaje no verbal de manera congruente y significativa”. Más adelante sostenía que muchos rechazan la noción de dramaturgia porque la consideran un instrumento literario, siendo que dramaturgia es “la articulación orgánica de acciones para construir un sentido que resuelve una necesidad”. Esto funciona tanto para una coreografía como para un libreto teatral, guión cinematográfico o para la comprensión del comportamiento biológico de la Vida. Esta es una historia relacionada con dichas exploraciones y los asombros que fui encontrando en el camino. Tiene que ver con la sabiduría de la naturaleza y el comportamiento animal aplicados al cuerpo del bailarín/actor, así como al arte en general. Desde hace mucho tiempo he considerado como mi mejor libro de texto el comportamiento de la Vida en la naturaleza no manipulada por los conceptos estéticos globales. Sólo así he podido entender por qué la danza y el teatro son instrumentos de poder, de regeneración y evolución. Esto es posible si asumimos que el proceso creativo nos sumerge en el “delirio lúcido”, ese estado mental y emocional en el que soltamos el control de la racionalidad para abrir las compuertas de la intuición, la imaginación, la inspiración y descubrir otra manera de pensar. Sin esta fuerza primordial no podemos vislumbrar otros mundos internos y externos. Por ello confirmo que en este cruce de investigaciones realizadas a lo largo de mi carrera profesional lo que más me inspira en este momento de mi trayectoria es la noción de “delirio lúcido”, nada que ver con los trastornos psíquicos según la medicina occidental. Más bien es un hermano de la “locura poética” que proclamó Platón. Yo quisiera pensar que mi vida ha sido una navegación por el “delirio lúcido” desde que empecé a considerar como mis mayores maestros de la verdad escénica los principios de la naturaleza y el comportamiento de los animales que llamamos ---por ignorancia--- “salvajes”. Fue cuando encontré las respuestas a todas mis preguntas sobre la Vida y el Arte. Esta es la historia de ese “delirio” que empieza con un gozo, una fascinación mientras observaba a los animales actuar en su hábitat natural donde todo es verdadero, transparente y no nos queda la menor duda de sus intenciones y estrategias para conducir su vida. Al animal lo impulsa su necesidad, esa fuerza imperiosa para lograr un objetivo. Lo hace con una precisión, un enfoque, una decisión tales que nos permite hacer una lectura de su cuerpo. No necesitamos de un traductor para entender su expresión corporal. El animal es dramaturgia espontánea y libre. Sabe, celularmente por que y para qué hace lo que hace. De ello depende la supervivencia de su especie. Un día quise sentir cómo vive un animal interiormente. Y me proyecté en sus cuerpos recurriendo a mi imaginación y sensación. Percibí un estado de presente puro de percepción. Es lo que buscan todos los yoguis y maestros del conocimiento. Es un estado de confianza, de presencia pura, de alerta total en el aquí y ahora. En el presente puro de percepción no hay cabida para la mente y sus conceptos, sus personajes y sus dramas. Es la integración de todos los sentidos a disposición del flujo dinámico de la Vida. Y ese día me sentí libre. Expandida. Porque la mente que nos encuadra se disuelve. Nos sumergimos en la inmensidad sin límite de la intuición/sensación. Es la entrada directa al silencio interior. Ahí descubrí que el silencio está lleno de encuentros y mundos celulares insospechados. En La percepción del espectador ---escrito en los años 90--- ya vislumbraba patrones de comportamiento paralelos entre el mundo animal y escénico. Lo percibía en los bailarines y actores que derrochaban presencia y vitalidad contagiosa, muy semejante a la del animal en estado de alerta, profundamente encendido, atento, expandido. Lo llamaríamos teatral, espectacular. Esta presencia, que la Antropología Teatral ha nombrado el Bios Escénico, reúne todos los motores de movimiento del cuerpo antes de que se conviertan en expresión, lenguaje y cultura. La Antropología Teatral analiza la raíz profunda de la vida escénica, el origen de toda cultura teatral en el mundo. Las danzas de China, Japón, Bali, Brasil, el ballet clásico y demás artes escénicas son literalmente diseccionadas, como un animal en un laboratorio de observación hasta dar con el engranaje celular invisible ---es decir, energético--- que sostiene la vida en ese cuerpo. En ese Bios descubrimos los impulsos primigenios e indispensables que necesitamos para accionar en cualquier dirección y por cualquier motivo. En síntesis, el Bios describe los principios detrás de todo lenguaje expresivo. Escritores, pintores, músicos, cantantes, fotógrafos emiten sus señales desde esa energía que clama hacerse visible a través de la palabra, el color, el sonido, la voz y la imagen. Son las fuerzas de la naturaleza en nuestro cuerpo como base de la presencia escénica y la evolución de todo lenguaje simbólico. La naturaleza sabe lo que tiene que hacer para manifestarse y mantenerse en Vida. Sólo obedece a sus instrucciones y no puede fluir en contra de sí misma. Nos conduce en nuestra misión como guardianes de la Vida. Por ejemplo, la impecabilidad y sabiduría del cuerpo animal para cazar, proteger su territorio o conquistar a una hembra está en su código genético. Ahí se encuentran las instrucciones de la inteligencia global de su especie. El código genético es un banco de datos ancestral heredado de generación en generación. Y gracias a que el animal vive en presente puro de percepción está conectado con esa biblioteca viviente que dirige su necesidad, intención, atención y acción. El animal sabe hacia dónde ir, por qué y para qué. Lo sabe su cuerpo porque lo siente. Y porque lo siente, sabe. En bailarines y actores ese saber se reconoce en la sensación de fluir. La energía que se manifiesta simplemente sucede sin pensarse. Ese saber es un arraigo en el cuerpo que no tiene paralelo con ninguna otra sensación. El animal sabe porque siente y adquiere su maestría imitando las estrategias de cacería, defensa y conquista de sus mayores. Descubre en su propia expresión corporal la precisión y presencia que requiere para alcanzar un objetivo. Maestría, en este caso, significa la administración impecable de la energía. Esta maestría es ni más ni menos que una dramaturgia impulsada por ese Eros vital que sostiene la Vida en el planeta. Lamentablemente nuestra cultura ha reducido el Eros a un erotismo que sólo deleita los sentidos y al igual que Freud, lo relaciona con la libido, un instinto de conservación unido a la sexualidad. Pero el psicologo Carl Gustav Jung desentrañó la potencia creadora de esta energía como la manifestación de la dinámica polarizada de la vida, es decir, Eros en diálogo permanente con su opuesto, el Thanatos. Eros significa impulso de Vida. Thanatos es el impulso de muerte. Para las corrientes místicas de Oriente, el Eros es la fuerza creadora del Universo. Thanatos sería la disolución de todo lo creado. Nos dice que a todo acto creativo le antecede uno destructivo. Ya lo señalaba Picasso antes de enfrentarse a una tela en blanco. Es lo que la filosofía hindú llama la danza de Shiva, imagen poderosa que simboliza el ciclo de creación, preservación y disolución del universo para luego volver a empezar partiendo de la experiencia anterior en una octava más alta de frecuencia vibratoria. Sólo la disolución puede permitir la aparición de algo nuevo sobre la acumulación de la sabiduría aprendida en el ciclo anterior. Eso aplica a todo, desde lo colectivo, lo individual y biológico. Cuando un árbol cae en el bosque sólo está reflejando el cumplimiento de una vida. Su ciclo ha terminado. Y la naturaleza no se lamenta. Deja ir, suelta. Deshace y transmuta para generar nuevas formas. La autopoiesis como origen de la dramaturgia Quedé maravillada cuando descubrí el trabajo del biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana quien afirma y reconfirma lo que venía vislumbrando en mi larga trayectoria de investigaciones sobre el arte escénico. En su libro La trama de la vida Fritjof Capra desgloza la teoría de Maturana así como la Antropología Teatral desentraña la arquitectura de impulsos del Bios Escénico. La Vida es un proceso biológico que Maturana llama autopoiesis, es decir, “creación de sí mismo”, en tanto que poiesis es creación. Describe el sistema vivo como un proceso creador autónomo que genera nuevos componentes todo el tiempo para la conservación de sí mismo. La autopoiesis, por tanto, se despliega como una red de “procesos de producción donde cada componente participa tanto en la creación de sí mismo como en la transformación de otros componentes de la misma red”. ¿No se despliega el proceso creador escénco de la misma manera? Es decir, la red es completamente independiente al mismo tiempo que interdependiente. Se hace a sí misma y renueva sus formas continuamente como un devenir inteligente autónomo gracias a la estructura que la sostiene mientras establece nuevas relaciones con su entorno. Va hacia donde tiene que ir al mismo tiempo que mantiene su integridad y la de su ecosistema. Maturana señala que si estas redes dinámicas autocreadoras son la esencia del mundo vivo, entonces toda forma biológica está tejida de relaciones, no de partes aisladas como determinó la concepción mecanicista de la ciencia. Y nos provoca con una advertencia. Si queremos conocer el lenguaje de la Vida, debemos hablar ese lenguaje de relaciones. Coincidió con el biólogo y antropólogo Gregory Bateson en que estar vivo implica otro proceso ---la cognición a través de la percepción--- que sostiene el dinamismo de la autopoiesis. De otra manera no habría comunicación entre las partes. De ahí la capacidad de acción, a través de instrucciones muy precisas, en todo proceso vital. En el reino humano, la percepción y la cognición incluyen también la imaginación, el lenguaje, el pensamiento conceptual y simbólico que es la esencia de la expresión artística/poética. La autopoiesis, por tanto, es un engranaje en permanente construcción de sí mismo y donde la dramaturgia es su lenguaje generando más Vida ---formas, relaciones, sucesos--- a través de esa renovación continua. Esa dramaturgia siempre está en relación con algo… para algo. Mínimamente para fluir con la pulsión del Eros en el auto-alumbramiento constante que crea nuevos mundos, internos y externos. Por ello la dramaturgia no tiene necesariamente que contar una historia. Sólo tiene que mostrar que se está vivo y esa vida es significativa en sí misma para seguir generando más vida en equilibrio armónico entre el Eros y el Thanatos. Eros está preñado de un profundo gozo y deleite expansivo. Y sólo así la vida tiene sentido cuando a través de la explosión de los sentidos percibimos, sentimos y palpitamos como nunca. Bailarines y actores confiesan que nunca se perciben tan exuberantes como cuando están en escena, en la plenitud del instante. Maturana dice que la creación de lo nuevo es una de las marcas de la Vida. Es el camino del desarrollo individual y de la evolución. Por tanto, vivimos en un organismo autocreador. ¿Podemos captar el poder y las posibilidades que esto implica en nuestra capacidad para reinventarnos en todo momento? Por ejemplo: nuestro páncreas remplaza la mayoría de sus células cada 24 horas; las células de nuestro estómago se reproducen cada tres días; las células blancas de nuestra sangre son renovadas cada diez días. Nuestra piel reemplaza sus células a un ritmo de cien mil células por minuto. La mayor parte del polvo en nuestras casas son células muertas que se desprenden y vamos dejando desparramadas mientras nos vestimos, peinamos, comemos. Más importante aún. El sistema nervioso cambia su conectividad con cada nueva percepción sensorial y renovación de conceptos. Las sinapsis o conexiones neuronales fijas en el cerebro que se han formado gracias a la repetición de hábitos y modelos inamovibles se rompen con cada experiencia novedosa. Se trata de crear nuevas redes de información cuando la repetición de lo mismo se vuelve obsoleta y amenaza nuestra conservación como especie. Esto se conoce como neuroplasticidad. Puede haber un anciano con un cerebro nuevo literalmente. La edad cronológica nada tiene que ver con nuestro anquilosamiento mental generalizado, sino con nuestras mecánicas de pensamiento. Sólo se requiere cambiar nuestra manera de pensar para facilitar otros programas y crear el nuevo neocortex. Tenemos la habilidad natural para borrar programas, personalidades, percepciones y conceptos que ya no nos sirven al mismo tiempo que generamos nuevos. Así vamos por la vida creando y desechando lo que ya no es significativo. Pero Maturana va más lejos aún. En los seres más evolucionados, dice, “la percepción y el conocer van acompañados de la emoción junto con la acción”. Estos vendrían siendo activadores determinantes de la autopoiesis. Las emociones son señales de cómo nos relacionamos con el entorno. Son señales en la vía del autoconocimiento. ¿Qué sucede, entonces, en una sociedad que reprime las emociones desde la educación misma, desde lo familiar e institucional? Se entorpece el fluir de la autopoiesis y por tanto nuestra capacidad para la evolución. Quedamos paralizados reproduciendo modelos patológicos dictados por la sociedad y el sistema educativo hasta que éstos se autodestruyen por ineficaces y obsoletos. En términos coloquiales, nos enfermamos. Maturana dice algo más impactante aún. Señala que en los mamíferos complejos en cada acto de conocer “no sólo hay un colorido emocional, sino que está estrechamente ligado a la biología del amar”. Yo lo relaciono con ese imperativo del Eros que crea vínculos, que unifica a toda la existencia en patrones vitales, autónomos auto-organizativos. Esto es completamente inédito y extraordinario en un científico. Porque estos términos elevan lo biológico a la categoría de lo ético. El amar conecta, eleva, refina, alimenta y sostiene. Nos llena de gozo y sentido. Ahora sabemos, gracias a Maturana, que el amar es la condición de la vida biológica para la conservación y la evolución. Esto sí que es “delirio lúcido” en un científico. No habla de la biología del amor, sino del verbo amar. La biología del amar es el fundamento del bien-estar en el vivir y convivir de la vida biológica. Es lo que engrana a la vida individual y colectiva. Dice Maturana: “la vida no conquistó el globo con combates, sino con alianzas”. Un ser vivo conserva su vida sólo si el medio ambiente es acogedor, amoroso, es decir, aglutinador, cohesionador, un medio que hace posible su legitimidad, su autenticidad, “cualquiera sea su modo de vivir”. Aquí entendemos por qué, cuando hablamos de la poética del bailarín o actor, o de cualquier ser expresivo, nos referimos a una autenticidad, una sinceridad que despliega el amor propio más profundo desde la potencia de su autopoiesis personal. La biología del amar es, para Maturana lo único que hace posible la mirada atenta y la escucha. Nos permite estar abiertos para tocar y sentir, como dice el biólogo chileno. Esto genera el bien-estar colectivo para el desarrollo pleno de la Vida. Pero si entramos en el dolor de la separación, del miedo y de la defensa quedamos atrapados en la soledad y el sufrimiento generando el mal-estar que nos lleva a la descomposición. Maturana nos deja esta magnífica reflexión: “El vivir natural de un organismo no genera enfermedad. Ahí nada funciona mal”. La naturaleza sólo sabe de conservación, regeneración y disolución cuando se cumplen los ciclos. Pero la intervención de la cultura en la biología altera el equilibrio y el bien-estar de los organismos generando enfermedad. Por tanto, el mal-estar no es inherente a la naturaleza biológica humana. “Es cultural”. Y toda cultura es una manera de pensar. Esta reflexión de Maturana nos obliga a preguntarnos: ¿Cómo estamos pensando el cuerpo y nuestro entorno para que se rompa la armonía y organización de la autopoiesis? ¿Cómo estamos pensando los procesos educativos y qué lugar le damos a la generación del bien-estar natural para crear sociedades sanas? ¿Cómo socializar la poética cuando lo que nos rodea es la competencia y la lucha, la dominación, la obediencia, el éxito y la jerarquía como imperativos para nuestra convivencia social? Estos valores “niegan nuestro origen biológico que se perpetúa y conserva gracias a la colaboración y el respeto de sí mismo y del otro”. Niegan la ética fundamental de conservar la vida. Maturana no es terapeuta, pero habla como si lo fuera. Sugiere que si queremos alinearnos con los principios de la Vida para eliminar todo aquello que nos perturba debemos entrar en el silencio reflexivo, íntimo, para reencontramos con la biología del conocer y del amar. “No se requiere de un método, sino de una profunda escucha para luego actuar desde el entendimiento del sentir”, que es precisamente de donde parten todas las intuiciones poéticas y el auténtico saber de nuestro cuerpo biológico. Esto aplica para la vida, la enseñanza-aprendizaje y el arte escénico. A principios del siglo XX el gran maestro Constantin Stanislavsky descubrió una clave para bailarines y actores. Dijo que “saber escuchar es el secreto de la escena; sentir al compañero para entrar en contacto con él, no sólo repetir el monólogo o la secuencia de pasos”. Decía con gran sabiduría que “la acción verbal o física sincera es la capacidad del bailarín/actor de contagiar a su compañero de escena. Ésta sería la condición previa para la comunicación con el espectador. Resumiendo, antes de conocer el pensamiento de Maturana, la etología, la Antropología Teatral y más tarde la Antropología del Comportamiento me permitieron concluir que toda dramaturgia deriva ---conciente o inconcientemente--- de esa dramaturgia de la Vida en la naturaleza. Esos impulsos nacen de una necesidad imperiosa. La Antropología del Comportamiento los llama imperativos comportamentales. En el escenario se les llama verdad escénica, o verosimilitud. En la poética del bailarín/actor se les reconoce por su autenticidad y vigor. De ahí que somos dramaturgia y somos poética desde la raíz primigenia de nuestras células. Somos autopoiesis porque en lo más profundo de nuestro código genético está la inquisitividad como impulso de supervivencia o imperativo comportamental que nos ubica en un campo de juego y de creación continua. Xabier Lizarraga afirma que este imperativo detona la investigación, la exploración, el juego y la creación. La inquisitividad, o “juego exploratorio”, induce a la improvisación y descubrimiento de nuevas formas de expresión y de adaptación al entorno. “Es el impulsor fundamental de la presencia del creador en las sociedades de todos los tiempos.” El concepto de autopoiesis de Maturana fue la cereza del pastel en mi larga búsqueda por una definición de la Vida y el Arte que reuniera todos los aspectos de la creatividad sin distinción de géneros ni técnicas, ni culturas, ni especies. Ballet clásico, danza contemporánea, teatro físico, tai chi, hip hop, poesía, artes plásticas, sinfonías, periodismo, ecosistemas, aves, mamíferos, mariposas, reptiles, árboles y flores sólo serían chispas o reflejos de una misma inteligencia global generadora de Vida y creación: la naturaleza autopoiética. El juego exploratorio El aliado más fiel de la poética es el juego exploratorio detonado por la curiosidad de conocer y conocernos. Es un impulso de supervivencia que compartimos con todas las especies en esa danza de autopoiesis que somos. Y es precisamente el “delirio lúcido” el que detona el juego exploratorio. Los poetas son un ejemplo excepcional de esto. Ellos dan a luz mundos inéditos de tal envergadura que son capaces de convertirnos en metáfora poética si como bailarines y actores nos fundimos con su delirio. Nos permiten ingresar a las dimensiones inconmensurables de su imaginación y ensoñación, ese territorio de maravillas. Y no sólo facilitan el acceso a mundos potenciales, sino a nuevos lenguajes, nuevos personajes, nuevas temáticas para el arte. Cuando el bailarín/actor experimenta con estas metáforas lo envuelve una locura poética o “delirio lúcido”. Las improvisaciones inspiradas por la fuerza de la imagen suelen ser conmovedoras y reveladoras. El cuerpo se convierte en metáfora y rompe todos los esquemas de percepción preestablecidos. Algunos ejemplos que movilizan por su fuerza vital son: Pájaros que echan raíces / y árboles en largo vuelo verde. Esta imagen de José Ramón Nevárez rompe con todas las categorías de la física. El cuerpo despierta a otras realidades. A mi lado / como un piano de plata profunda / parpadea tu voz. ¿Podemos racionalizar esta imagen de Eunice Odio? Imposible. Resonamos o no, deliramos o no. Así de sencillo. Yo podría traer al corazón recuerdos/ como uñas cayéndose del alma. ¿Qué pasa con nuestro cuerpo cuando escuchamos esta otra imagen de Eunice Odio? ¿Adónde la sentimos? ¿Qué es el canto de los pájaros Adán? / Son los pájaros mismos que se hacen aire. Cantar es derramarse en gotas de aire, en hilos de aire, temblar. Con esta otra dramaturgia poderosa del poeta Jaime Sabines podríamos crear otro poema coreográfico dinámico. “Hoy sueño un lenguaje de cuchillos y picos, de ácidos y llamas. Un lenguaje de látigos. Un lenguaje que corte el resuello. Un lenguaje guillotina. Sentir la energía de las palabras de Octavio Paz…¿hasta dónde nos lleva? “Un pájaro vivía en mí /una flor viajaba en mi sangre/mi corazón era un violín. Este refinamiento exquisito de Juan Gelman es otra energía, otro ensueño, otro tipo de delirio. Utilizo estas metáforas para detener la mente racional y ponerla en estado de shock. Sólo así pueden escucharse los susurros de la mente intuitva creadora, adormecida desde el momento en que entramos a la escuela primaria. Porque lo primero que se suprime en los modelos educativos formales es la imaginación y la escucha interior. Las matemáticas y la lecto-escritura prevalecen por encima de cualquier experiencia vital de los niños que lentamente van convirtiéndose en seres predecibles y obedientes. Imaginar, por tanto, nos da miedo. Desafiar los modelos que nos implantaron, impensable. Resumiendo, antes de ser creadores somos soñadores, como los poetas, porque somos poiesis. Cuando soñamos, sucede una alquimia interna misteriosa. El corazón se abre, brota un gozo supremo por la visión que ensoñamos y que damos por hecho porque la sentimos en todo el cuerpo. Ahí radica su poder. Y en ese momento sanamos. Nace un nuevo mundo ante el ojo de la mente y otros se renuevan junto con nosotros porque dejamos atrás todas las limitaciones y represiones. Ese es el poder del Eros y del delirio a través del arte…una vez que esa ensoñación se convierte en lenguaje concreto. Grandes coreografías, poemas, esculturas y composiciones musicales brotan del mar infinito de la ensoñación. Incluso grandes ciudades y civilizaciones han emergido de la ensoñación. Y no tiene otro fin más que el de seguir generando vida y más vida que es la tarea de la autopoiesis en acción.
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Patricia CardonaPeriodista, investigadora, crítica y maestra. Archivos
Diciembre 2021
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